El Economista. Las declaraciones del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, sobre futuras decisiones de gobierno han generado, como es costumbre, reacciones encontradas y posicionamientos antagónicos. Entre estos casos está la consulta sobre un nuevo aeropuerto, las políticas de seguridad pública —incluyendo el rol de las fuerzas armadas y la amnistía o perdón a victimarios—, la política sobre energéticos y su costosa infraestructura para venta exclusiva en el mercado nacional, la reversa a la reforma educativa o la descalificación anticipada de instituciones como el INE o el Banco de México.
Parte de la incertidumbre que ha caracterizado a esta etapa de transición obedece al innecesario desgaste que produjo el anticipado nombramiento del futuro gabinete. Estos cuatro meses de transición parecen todo un sexenio que corre desde la formulación de grandes promesas de cambio a su irremediable frustración. Considero, sin embargo, que algunos de estos temas se encarrilarán a partir del próximo 1 de diciembre con el relevo presidencial —ahora sí— formal y no el remplazo aparente que vivimos hoy día.
Sin embargo, de todas estas afirmaciones me preocupan, particularmente, las que describen la futura relación jurídica entre las autoridades fiscales (SAT, IMSS, etcétera) con los contribuyentes. En tres declaraciones sucesivas, AMLO ha sostenido que los impuestos dejarán de denominarse así para llamarse contribuciones, que los contribuyentes presentarán una declaración que no habrá de ser revisada (el fisco les creerá lo ahí manifestado) y que habrán de desaparecer los “inspectores” fiscales.
El primer señalamiento (que, por cierto, hizo también en la campaña del 2012) para denotar que el erario no debe conformarse de manera impositiva sino contributiva —casi voluntaria— no es sino producto del desconocimiento sobre la materia, pues el Código Fiscal de la Federación (como el de la Ciudad de México que gobernó) denomina contribuciones a los distintos pagos que realizan los contribuyentes, incluidos los impuestos.
El segundo señalamiento, en el sentido de que el fisco habrá de creer a los contribuyentes lo manifestado en sus declaraciones, suena muy amigable (casi romántico), pero no muy lejano a lo que sucede hoy día bajo el principio de autodeterminación reconocido por el citado código tributario, por el que los contribuyentes declaran y pagan lo que ellos determinan y el fisco se reserva la posibilidad de revisarlos y, en su caso, corregirlos y determinar un crédito fiscal que puede cobrar, incluso, de manera coactiva.
El más reciente de estos señalamientos, sin embargo, inquieta seriamente, puesto que desaparecer a los auditores fiscales implica desaparecer la posibilidad de fiscalizar y cobrar contribuciones a quienes evaden o simplemente no pagan impuestos, porción —curiosamente— muy cercana a 50% de la Población Económicamente Activa.
No existe, ni ha existido organización social que no reserve al gobierno la posibilidad de comprobar —mediante el ejercicio reglado de facultades— el cumplimiento de la obligación constitucional que tiene la población de aportar los recursos necesarios para sufragar el gasto público. Convertir al derecho fiscal de una disciplina normativa que explica el funcionamiento del Estado moderno a un conglomerado de principios de cooperación voluntaria para financiar los medianos salarios públicos implicaría que el Estado mexicano claudicara a seguir siendo un Estado. La cuarta transformación equivaldría a un suicidio.