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La ropa barata o cómo crear una cadena antipobreza

El País, En primera Línea, Juanjo Martínez.

Se puede crear un sistema de producción y comercialización viable que anteponga los derechos de las personas a un consumismo ciego e insostenible

Mucha gente. Lo que más me impresiona de Bangladés es la cantidad de gente que hay. Por las calles y las carreteras, en los transportes, en las tiendas, en todas partes hay gente. Y calor. Mucha gente y mucho calor. Calor húmedo. Por eso Bangladés es tan exuberante. Se trata de un país emergido con los sedimentos que dos de los ríos más caudalosos del planeta, el Ganges y el Brahmaputra, han ido trayendo durante siglos desde el Himalaya. Y así es el país, muy plano, con mucha agua, con mucho calor y con mucha gente.

Buena gente, por cierto. Su cultura es una mezcla de religión musulmana y de influencias hinduistas y tiene como resultado una sociedad alegre y con bastantes lazos tradicionales de solidaridad. Pero con mucha pobreza y mucha desigualdad. El clima, especialmente como consecuencia de los tornados e inundaciones que frecuentemente visitan Bangladés en época del Monzón, no ayuda a mejorar la situación.

El país empezó a despegar económicamente en los noventa a base de producir textil orientado a la exportación. La atracción para las inversiones extranjeras directas fue la competitividad de sus precios. Eran capaces de producir a un precio muy bajo. A costa de no reunir las mínimas condiciones de seguridad en el trabajo y de pagar unos sueldos de miseria, inferiores a un salario mínimo oficial que tampoco era suficiente para salir de la miseria. Pero si alguien no quería ese trabajo, otra persona lo haría. Había mucha gente.

La cadena de valor del textil, según denuncia la campaña Ropa Limpia, deja a los trabajadores y trabajadoras menos del 2% de lo que finalmente se paga por la prenda de vestir.

Otras mujeres consiguen vender sus cestos en las tiendas de comercio justo en nuestras ciudades. Y también son mayoritariamente mujeres quienes los compran y hacen posible que esta cadena de justicia funcione

Actualmente, casi toda la actividad textil se concentra en el distrito de Narayanganj, cerca de la capital. La mayoría de los trabajadores vienen de fuera, de las zonas rurales y muchos, para poder ahorrar más y mantener a sus familias en origen, duermen en las factorías, en ocasiones debajo de su mesa de coser. Y esto es así porque en el medio rural apenas hay alternativas para salir adelante. En el campo, la vida gira en torno al arroz, el principal cultivo y el principal alimento. Pero los jornales por trabajar en el arroz apenas llegan a 1,50 euros diarios. Y cuando los hombres marchan a Narayanganj, o incluso emigran a los países del golfo Pérsico para trabajar en la construcción de rascacielos, estadios de fútbol y espacios de lujo refrigerado en medio del desierto, entonces las mujeres se quedan con los hijos y las hijas.

Así era la situación de Aroti en una de esas regiones rurales, en Khulna. Acuciada por deudas y sin apenas ingresos. Esperando las remesas que siempre eran tardías y escasas. Con una casa que no estaba claro que fuera a soportar el próximo Monzón. Pero Aroti me contó que tuvo mucha suerte. De pequeña había aprendido a tejer las hojas de palmera para hacer cestos, alfombras y casi cualquier utensilio. Su abuela le había enseñado. Y cuando una vecina le propuso hacer cestos para una organización que le pagaría unos 3,50 euros por cada cesta, enseguida calculó que podía hacer una en dos días, dedicando ratos en los que los niños estuvieran en la escuela o dormidos. Y empezó.

A la vez que Aroti, había otras siete mujeres vecinas que estaban preparando el pedido. Se trataba de más de cien cestas. En un mes debían tenerlas hechas. Con este trabajo, reforzaron los vínculos entre ellas. Llegó un momento en el que se turnaban en el cuidado de todos sus niños y niñas, para poder seguir tejiendo cestos y cumplir con el encargo. Consiguieron entre todas cerca de 400 euros. Tan solo eran ocho mujeres. Y tan solo fue un mes. Pero el buen trabajo conllevaría más pedidos. Más mujeres. Más meses. Más cooperación entre ellas. Más resistencia a la pobreza.

Otras mujeres consiguen vender estos cestos en las tiendas de comercio justo en nuestras ciudades. Y también son mayoritariamente mujeres quienes los compran y hacen posible que esta cadena de justicia funcione.

Mientras estaba con ellas, pensé en las personas que trabajan en condiciones de miseria en la industria textil. Incluso en las que mueren en accidentes laborales, perfectamente evitables, como fue el caso del derrumbe del Rana Plaza en 2013. Evidentemente, la diferencia entre la dimensión de una y otra actividad productiva es todavía enorme. Pero no me resisto a ver cómo mientras en el caso de la industria textil solo se atiende al interés de consumidores y consumidoras que quieren tener mucha ropa barata —cueste lo que cueste—, en el otro caso es precisamente también el interés de consumidoras y consumidores responsables lo que hace posible mover la cadena justa y que Aroti y sus vecinas puedan ir saliendo de la pobreza.

Se puede crear un sistema de producción y comercialización viable que anteponga los derechos de las personas a un consumismo ciego e insostenible que solo genera pobreza y ansiedad. Un sistema que dé trabajo a mucha gente en Bangladés en condiciones justas y al mismo tiempo suministre productos de calidad. El sistema ya existe y se llama comercio justo y, entre otros muchos bienes, provee de ropa de excelente calidad. Por cierto, Aroti recibe casi el 20% de lo que finalmente paga cada consumidora responsable que compra sus cestos.

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