El presidente Andrés Manuel López Obrador nació y creció en el estado de Tabasco. Por muchos años, la principal actividad productiva de esa entidad fue la producción petrolera realizada por Pemex.
Es probable que la raigambre a su lugar de origen sea uno de los factores que influyen en la visión que tiene de lo que debe ser el sector del petróleo y la electricidad en este gobierno.
Pero, antes de considerarlo, hagamos un poco de historia.
En México aprendemos desde la escuela primaria que en 1938, la expropiación petrolera fue uno de los episodios fundacionales de nuestro país. Su autor, el presidente Lázaro Cárdenas, por ese hecho, está en el panteón de los héroes nacionales.
En 1960, fue el presidente López Mateos quien no expropió sino que adquirió las acciones de las empresas privadas que seguían operando en el sector eléctrico y configuró el monopolio por parte del Estado a través de dos empresas: la Comisión Federal de Electricidad, y Luz y Fuerza del Centro.
Por más de 30 años el sector energético se organizó con base en esas empresas. No había, en sentido estricto, competencia.
Fue hasta el sexenio de Ernesto Zedillo, tras la crisis de 1995, cuando empezó a gestarse un pálido mercado eléctrico.
Mediante modificaciones reglamentarias, es decir, sin ningún cambio constitucional, la generación de electricidad se abrió al sector privado. Sin embargo, esta se limitó a la autogeneración o bien para la venta de electricidad a la propia CFE, quien la entregaba finalmente a los consumidores del país.
Esa apertura obedeció a la insuficiencia de recursos por parte del Estado, pues la generación de capacidad adicional requería de cuantiosas inversiones recuperables solo en el largo plazo.
En el sector de hidrocarburos no se permitió la producción privada, sino solamente esquemas de contratación en los cuales había remuneración a los contratistas en función del éxito de los proyectos.
En el sexenio de Enrique Peña Nieto las cosas cambiaron. Se realizó una reforma constitucional que permitió definir al Estado mexicano como propietario de los hidrocarburos y no a Pemex.
La empresa estatal recibió en concesión cierto número de campos, pero la renta petrolera no le pertenecía, sino al Estado.
Además, se realizaron subastas para asignar áreas a empresas privadas bajo contratos que les permitían, ya sea una utilidad o producción compartida con el Estado.
De esa manera, se suscribieron más de 100 contratos con empresas y consorcios de todo el mundo.
En el ámbito eléctrico se permitió la generación privada y la CFE se quedó sola con el monopolio de la transmisión y distribución, lo que a la larga se convirtió en un poder fundamental.
De esta manera, se fue gestando poco a poco un mercado, tanto en el ámbito de los hidrocarburos como de la electricidad y como en cada proceso de apertura que sucedió en el mundo, se diseñaron órganos reguladores para impedir el abuso de los antiguos monopolios frente a su naciente competencia.
El gobierno de AMLO detectó en ellos un sesgo anti CFE o anti Pemex. Y no se equivocaba. Los reguladores fueron creados precisamente para impedir que los monopolios fueran a ejercer su poder para entorpecer el desarrollo del mercado.
La visión de López Obrador, influida por su formación política, es que debemos regresar al esquema que prevalecía en los años 60 y 70 del siglo pasado, con empresas estatales con el pleno control del sector energético, cancelando los mercados que estaban apenas configurándose.
Sin embargo, el presidente sabía que no podía simplemente desconocer los contratos en materia de hidrocarburos con empresas privadas ni tampoco podía expropiar los activos de las empresas generadoras que ya cubrían 46 por ciento de la demanda global de electricidad en el país.
La estrategia fue diferente. Primero, se tomó la decisión de fortalecer a Pemex, que era la empresa estatal más vulnerable financieramente y se le inyectó capital, además de darle ventajas fiscales. Pese a ello, los expertos consideran que la gestión que se ha hecho de ella no le garantiza su viabilidad a largo plazo.
Ese hecho se reflejó en que dos de las calificadoras más influyentes, Fitch Ratings y Moody’s, quitaron a la deuda de Pemex el grado de inversión.
En el caso de la CFE, aunque sus finanzas son menos vulnerables, se diagnosticó que estaba perdiendo aceleradamente el mercado ante los inversionistas privados, entre otros factores porque las energías renovables tenían un tratamiento ventajoso frente a la electricidad generada a través de combustibles fósiles.
Lo que hemos visto en México en las últimas semanas es simplemente otra fase de la estrategia para debilitar los mercados en el sector energético.
Algunos ven como un problema que se pierda la confianza de los inversionistas privados en este sector. Para la visión de López Obrador, ese es precisamente uno de los objetivos, ya que menos inversiones privadas en el mercado implican más espacio para CFE.
Probablemente, en ningún otro ámbito de actividad, el gobierno actual tiene una definición estratégica tan clara como en el sector de la energía.
La idea de regresar al mundo anterior, al llamado neoliberalismo con monopolios estatales, es la visión del gobierno.
Las empresas privadas afectadas por el giro de la política en el sector eléctrico no se han quedado con los brazos cruzados y han desarrollado una estrategia legal promoviendo amparos ante lo que consideran un abuso por parte de la actual administración federal.
Algunos jueces han admitido suspensiones definitivas, lo que impide que se materialice la política de excluir las energías renovables. Esta circunstancia está conduciendo a que el tema energético eventualmente pueda llegar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación en uno de los casos más críticos a discutirse en los próximos años.
Aunque algunos consideran que el gobierno de López Obrador tiene sometido al Poder Judicial, la realidad es que ha habido muestras claras de independencia por parte de la mayoría de los ministros del máximo tribunal del país, por lo que es probable que estos tengan la última palabra en este litigio de alto impacto.
Otro escenario, sin embargo, sería promover una reforma constitucional para que desde la ley fundamental quede plasmada la visión presidencial respecto al sector energético.
Tal propuesta no es descartable pero difícilmente podría darse antes de las elecciones de junio de 2021 y, por lo tanto, estaría sujeta a los resultados de estas.
Si Morena y sus aliados vuelven a configurar una mayoría calificada en la Cámara de Diputados, dicha reforma podría llegar en la segunda parte del sexenio.
Si no, probablemente nunca se materialice.